Don Samuel murió de causas naturales la semana pasada y dejó a la comuna de Cunco, oficialmente, con 18.702 habitantes. La noticia, como en todo pueblo chico, causó cierto impacto. A Roberto Echeverría, la información del deceso le produjo cierta angustia.No iba hace ya más de un mes a Cunco, pero la lejanía esta vez podía costarle cara: la choza en la que vivía don Samuel y los terrenos en que se emplaza, se los había apropiado otra familia, aun cuando Echeverría había acordado la transacción con él años antes. Así, contraviniendo los consejos de su entrenador, y a menos de diez días de viajar a Beijing, el maratonista volvió a su pueblo por 48 horas.En la casa lo recibió su mamá, que lo puso al tanto de varias cosas: le dijo que ya no podía caminar sin ayuda, que la operación a la que se sometió tras romperse la cadera hace cuatro meses no funcionó y que la única solución para volver a caminar no podían costearla. Eso Roberto ya lo sabía. Se enteró también del último parte policial que remeció Cunco: en la última semana se habían robado dos bicicletas, el medio de transporte más popular en el pueblo. Simplemente habían desaparecido.Una de las víctimas es Carlos, un vecino de años, que lucha todos los días por mantenerse sobrio: tiene días buenos y días malos. Roberto lo escucha atentamente, trata de entenderle, pero no es fácil en un día malo. Lo tranquiliza, pero no puede ayudarlo. Carlos se olvida de la bicicleta, asume que bien pudo perderla y se pone a divagar: recuerda que él sujetaba, hace quince años, a un perro negro que perseguía con malas intenciones a Echeverría cada día que salía a entrenar en su juventud.Entonces, a diez días de partir a China, la lista de preocupaciones de Echeverría incluye la cadera de su mamá, cómo conseguir dinero para comprarle una artificial, la usurpación de un terreno, hablar con carabineros, dos bicicletas desaparecidas, conseguirse pasajes para viajar en bus a Santiago al día siguiente y recordar el recorrido del Transantiago que lo lleva del terminal al Estadio Nacional.No se acuerda Echeverría por qué empezó a correr, sólo sabe que siempre le hizo sentir bien. Incluso cuando se sentía mal. Como cuando su padre murió de una trombosis, y él apenas tenía 10 años. Dice que recuerda perfecto como su papá lo llevaba a pescar en los hombros, y eso no es normal para un niño de diez años. De doce quizás.Años más tarde se dio cuenta de que otra cosa no era normal en él: podía pasarse tardes enteras cargando fardos de paja sin guantes y a torso descubierto, llenarse la piel de heridas y seguir como si nada. O podía caminar, sin descansar, veinte kilómetros con un palo repleto de conejos cazados con una honda y piedras. No creía que un talento tan inusual como ese lo llevaría a algún lugar.La muerte de su padre dejó a siete hermanos sin sustento. Así aprendió que la mejor forma de conseguir comida era con las propias manos. Y que por mucho que le gustara correr, eso no alimentaba a su familia. Cuando creció lo suficiente, y como buena parte de los jóvenes en Cunco, partió al norte a trabajar de temporero en las cosechas de Rancagua y Copiapó. Jornadas largas, malos tratos, y mucho alcohol y drogas. Volvía apenas podía.Terminó el liceo con dos certezas en su corta vida: quería plata segura rápido, y que la vocación no es un lujo que los pobres se puedan dar. Revisó sus opciones y se dio cuenta de que había solamente una: el servicio uniformado. Con 18 años postuló a la Escuela de Gendarmería, con su tío como aval de que cumpliría servicio los seis años mínimos para devolver el gasto.No se dio ni cuenta cuando ya estaba trabajando en la cárcel Colina 1, lidiando con delincuentes de verdad, no de los que roban gallinas y bicicletas. Los cálculos le cuadraban: en un mes, haciendo todos los turnos, podía ganar hasta 700 mil pesos, suficientes para él y para su gente. No contaba con la voracidad de Santiago ni con el ahogo del encierro. Era preso de los presos. A los pocos meses se sorprendió añorando los largos trotes con el volcán Llaima de fondo acompañado de sus perros, el frío congelante, el olor a leña y, sobre todo, el silencio. Una tarde, le tocó ver una pelea de internos que terminó con uno atravesado con un estoque a la altura del estómago. Le entró una angustia severa y comenzó a hablar con sus superiores la posibilidad de renunciar. No lo escucharon. Insistió, amenazó incluso con pegarse un tiro en la cabeza, pero el teniente a cargo no le creyó. Él mismo no se creyó: era otro lujo que no se podía dar.Tras 18 meses lo dejaron partir. Los gritos con los que lo recibió su tío en Cunco fueron la bienvenida oficial del pueblo. Cuando se presentó a entrenar un día en Temuco, con 22 años y dos temporadas enteras sin hacerlo, la mitad de los atletas pensaba que había estado preso. La otra mitad ni se había preguntado por qué había dejado de ir. Jorge Grosser, un entrenador local, se puso a trabajar con él, a intentar ordenar sus ganas de largarse a correr. Le vio algo más allá de su feble estructura ósea y sus livianos huesos: si le hacía caso podría salir de Cunco como Dios manda para llegar muy alto, a unos Juegos Olímpicos incluso.A Roberto le costaba creer en algo así cuando dormía en un frío camarín y comía lo que podía calentado en una cocinilla. Al menos, eso sí, estaba corriendo de nuevo. El tema económico seguía igual: trabajó en una hojalatería, en un taller mecánico y como junior en un gimnasio. Su entrenador finalmente le consiguió una entrada fija como atleta del Ejército de Chile: poco más de cien mil pesos en un comienzo, casi 200 mil hoy en día, aún su único cheque mes a mes.Temuco no era Santiago, pero seguía siendo muy grande para Echeverría. Se arrancaba continuamente a Cunco y su entrenador tenía que convencerlo de volver. Un día él entendió que estaba en su naturaleza: había que entrenarlo a distancia. En Cunco su día parte a las ocho, con huevos fritos con ajo al desayuno. Antes de salir a entrenar, a las 10, deja el almuerzo andando para él y su mamá. Pasado el mediodía, con veinte kilómetros en el cuerpo, termina de cocinarlo. Lentejas con longanizas es uno de sus platos preferidos. En la tarde, otros diez kilómetros. No hay gimnasios, ni suplementos alimenticios, ayudas médicas ni químicas. Sólo sesiones cortando leña, salidas a cazar jabalíes y caminatas cordillera arriba a pescar.Este invierno, sorteando los fríos, tuvo que volver a Santiago. El CAR y sus instalaciones le facilitan el trabajo en algunos aspectos, pero sus incursiones en la capital siguen traumándolo. Le cuesta encontrar atletas para salir a correr y sabe que, por origen social y modos de trato, nunca será parte del deporte de elite santiaguino. En el Hotel del CAR ha visto el doping, los excesos y la discriminación de cerca. Afuera, en las calles, ve una selva: esquiva micros, traga esmog y aprende por cuáles barrios puede correr y por cuáles no evadiendo lanzas.Pero es otra cosa lo que más le duele: en la ciudad uno no es nadie sin plata. No se puede comer, no se puede conocer a nadie. No se puede vivir.Roberto Echeverría deja otra vez Cunco, ahora para el viaje más importante de su vida. Su mamá, como cada vez, le dice que se cuide. Que corra fuerte, pero que se cuide. Él le dice que volverá pronto, con convicción. Porque su sueño no son medallas ni marcas, es levantar una casa más grande, con un huerto solvente al lado, que le permita vivir, por fin, tranquilamente, de lo que quiera darle la tierra.Quiere llegar entre los cincuenta mejoresTiene apenas dos maratones en el cuerpo Roberto Echeverría. La primera la ganó, pero tuvo que ser atendido con suero en el final. "Como que se me apagaba una luz, me decían que me mantuviera despierto, porque me podía hasta morir", recuerda.La segunda fue el maratón de Santiago, en abril, que también ganó con un tiempo de 2h15.39 y que le dio los pasajes a China.La tercera será en Beijing. "Mi primera meta es terminar, nunca he abandonado ninguna carrera. Me gustaría estar en las dos horas 15 o dos horas 14. Con eso debería estar entre los cincuenta mejores, lo que es un resultado buenísimo", señala.Echeverría dice que el circuito en la capital china debería serle favorable: más plano y con muchos cambios de dirección. La contaminación no le preocupa, aunque dice que es una tontera pensar que porque entrenó en Santiago tendrá alguna ventaja: "Correr con esmog es como tomarse pequeños vasitos de veneno. Entrenar así nunca puede ser una ventaja".Echeverría corre, en promedio, 180 kilómetros a la semana. Fuente: El Mercurio
1 comentario:
Ya queda poco, vamos que puedes lograr algo importante. Dale con todo el corazón que aca te apoyaremos....
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